Cuando cerré la ventana de la sala, todas las luces del pueblo se despertaron obligadas por la noche, los huevos y frutos podridos comenzaron a estallar en las paredes, puertas y ventanas de la casita de paredes blancas y adornos vino tinto que habité feliz y pecaminosamente durante mis cuarenta y dos años de vida. Las piedras quebraban las una vez hermosas y rojizas tejas que cubrían el techo. Esa horda de vecinos, silenciada por un odio lleno de pena hacia mi persona, permanecería allí afuera esperando el último respiro de mis manchados pulmones. Esa noche, mi última noche, era hermosa, las estrellas llenaban ese río negro que fluye sobre nuestras cabezas, mientras la luna acariciaba su cuerpo sobre una enorme y olvidada nube. ¿Y Orión?, pude apreciar como Orión soltaba al león sólo para verme compungir, él, como todos los demás en este pueblo, deseaban mi pronta muerte. No aguantaba más ese dolor, sufría por ella y nadie más, el arrepentimiento sisaba poco a poco fragmentos de mi alma, siento su rencor y recuerdo la mirada muerta de sus grandes ojos castaños.
Ella jugaba con muñecas y corría enamorada tras los niños más aventureros de la urbanización donde vivía, los edificios con diversas y pintorescas entradas y jardines eran el patio de juegos perfecto para esa cantidad excesiva de niños maleducados que rondaban la zona, ella, cual niña, usaba shorts y franelillas con tonos cremosos y rosa, frecuentemente salía del apartamento a compartir con sus amiguitas, siempre con el consentimiento de su madre, mujer muy atractiva de labios rojos, hermosas y fuertes piernas, con pies que harían vibrar de emociones placenteras a todo fetichista que tuviera la oportunidad de verlos, acariciarlos y olerlos, esposa de un gañan soberbio y de malas costumbres, entre ellas el alcohol y las putas, un hombre de vicios, pero responsable y consciente de que su niña no sería niña para siempre. Con sólo nueve años, el cabello castaño y enmarañado, la niña demostraba un gran interés por los nuevos amigos de su hermano mayor.
Recientemente había conseguido un trabajo cerca de allí, así fue como conocí a su hermano mayor, Alberto, hombre patético y de una personalidad y un físico poco envidiables, pero que a su vez era un amigo de gustos peculiares, con quién se podía tener largas conversaciones acerca de temas de los que sólo unos pocos conocen en este lugar. Lo conocí mientras trabajaba en la planta baja del edificio frente al suyo. Mis compañeros de trabajo lo describían como un personaje envidioso y ridículo, con carencias afectivas y una necesidad impresionante de querer destacar en todo lo que los demás hacen, siendo él alguien que nunca hizo ni logró nada. Dos años después recordaría esas historias y reiría al darme cuenta de cuan reales eran. El era un hombre de bigote escaso, cabello corto, aficionado a hacer deporte durante la noche en la cancha de la urbanización, lo que generó ese apodo por el cual todos lo conocen hoy en día. A pesar de ser como era, sentíamos cierto apreció por él, hasta el punto de hacerlo imprescindible en nuestras reuniones luego del trabajo. Me dedicaba a transcribir libros y a conversar, fumaba cigarrillos y bebía Macondo, bebida espirituosa, con mis compañeros, no tenía aspiración alguna, tenía treinta y cuatro años y aún no tenía metas claras en la vida. La sencillez con la que vivía cada día no me permitía procurar un mejor porvenir. Pase mi infancia, adolescencia y madurez de la misma manera, sin sueños, amor, ni metas, una vida sencilla, una vida envidiable. Mi salario era una miseria, sin embargo lograba escaquearme de las responsabilidades sociales y permitirme vicios. Me sentía joven, a pesar de que mi largo y oscuro cabello ya empezaba a marchitarse y la alopecia se abría pasó por mi frente, era flaco, pero aún así conservaba cierta flaccidez en mis brazos y abdomen, vestigios de una adolescencia llena de dulces y frituras. Pasado que compartía con Alberto, quién me parecía la mejor opción para pasar la noche fuera de casa. Su hermana siempre buscaba llamar la atención de las visitas, me saludaba de manera picara y cariñosa, como si se tratase de algún pariente cercano a quién esperaba con anhelo los fines de semana. Durante mis visitas recurrentes a esa casa, su habitación fue la mía, ella dormía con sus padres mientras yo leía a Vargas Llosa en su pequeña cama llena de ositos y muñecas, no me distraían las paredes color lila adornadas con recortes de revistas y diminutas calcomanías con forma de estrellas y lunas menguantes que brillaban en la oscuridad. Allí pasaba mis noches de descanso laboral, en la cama de quién sería mi amante y mi condena.
Tío tío, ya es hora de levantarse tío - Así me sacaba del rem ese personaje carismático y poco violento. Su madre disfrutaba de ofrecerme el desayuno y por alguna razón que ignore toda mi vida, en ese lugar el pollo en salsa era el desayuno, almuerzo y cena de todos los días. Alberto era adicto al café, antes de empezar mi rutina, ese ser ya tenía en su cerebro unas tres tazas de café. Yo repudie el café hasta el día de hoy. Veo el cadáver de su hermana en mi cama y recuerdo aquel día en que esa oscuridad que todos llevamos dentro pasó a ser mi piel.
Ella tenía doce años, los coqueteos de niña atolondrada eran mucho más frecuentes con mi llegada - Que niña tan coqueta - pensaba mientras observaba a la pubertad actuando rápidamente sobre Barbarita.
22/10/2012
Fefo
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